Por Gustavo Meza Bernal  
 
PARA LOS HABITANTES de la ca­pital de Cunturpicchu­marca[1], el viejo obispo era solo un recuerdo sepultado por el paso de cinco largos años. La mayoría había olvidado la razón por la que fue de­puesto y uno que otro razonaban en las faltas cívicas, el motivo de su retiro. En realidad al alto prelado lo tumbó una asociación defensora de animales, luego que ordenara envenenar las pa­lomas del sector histórico de la ciudad. Por más de un siglo, generaciones de  palomas habían hecho sus deyecciones sobre los monumentos y las edificacio­nes que eran el orgullo y  patrimonio de la ciudad, caldo de cultivo de cierta bacteria que contagió todo este ba­luarte cultural. Se alimentaba de la caliza con que estaba hecha la iglesia primada, el congreso, la alcaldía, al igual que la mayoría de las viviendas de gentes ilustres del país y estatuas de conocidos héroes y líderes políticos.
La alcaldía se unió a su interés de limpiar en cierta ocasión todo el sector con ayuda del cuerpo de bomberos, solo así pudieron valorar el verdadero daño del patrimonio cívico. 

 Se recogieron fondos para restau­rar las más importantes edificaciones deterioradas, solo que para cuando los expertos terminaron de efectuar los trabajos, éstas ya estaban cubiertas por una nueva y delgada capa de guano. Se evitó una limpieza con agua a presión, ese método hacía que la fuerza del agua se llevara porciones importantes de material calizo con el estiércol de las palomas.
Tomó dos largos años y mucho dinero la reparación de algunas edifi­caciones. Cuando el viejo obispo quiso inspeccionar el trabajo, notó que éstas comenzaban a tener las típicas salpica­duras y lo que era peor, en un arranque pueril, echó a correr por la plaza mayor y como un niño correteó las palomas, las cuales en masa alzaron el vuelo y al batir sus alas, dejaron caer de entre sus plumas, una especie de caspa que hizo estornudar y toser ferozmente al anciano, quien terminó jadeante y postrado en medio de la plaza. Algunos días en el hospital le convencieron del paso que debía dar. El médico, ajeno a sus odios, le sugirió que evitara salir a alimentar las palomas, ya que las partículas expedidas por ellas, eran las causantes de la  alergia respira­toria que su organismo había desarro­llado; a su edad era muy peligrosa, podía desencadenar en un fatal paro respiratorio. El obispo se santiguó, le apremiaba una salida digna de aquel lugar, hasta hubiera extendido su mano para que el médico besara su anillo, pero no lo hizo merecedor de tal privilegio, abordó su vehículo particu­lar con la calma que su humanidad le permitía y en el trayecto, dio a su cho­fer instrucciones para conseguir un bulto de maíz y algunos costales, había llegado el momento de asegurar la hidalguía y el buen nombre de la capi­tal.
Con la ayuda del sacristán, el chofer cumplió fielmente la orden del religioso. En el transcurso de la noche, en la soledad de la plaza, esparcieron el maíz previamente envenenado que eliminaría a las emplumadas enemi­gas. En lo alto de las cornisas y el cam­panario de la iglesia, las palomas escu­charon el sonido de aquel maíz grani­zado por el pavimento, bajaron a ali­mentarse.
Concluido el trabajo, era cuestión de esperar y volver para recoger las aves muertas en los costales.  Sin em­bargo, unas horas después, el dúo si­niestro rondó la plaza y no encontró ninguna paloma muerta. Podían verlas en sus sitios de arrullo, satisfechas al gorjear. Un indigente que a esa hora cruzaba la plaza, se les acercó y les preguntó si tenían algo que pudiera comer. Les había visto alimentar las palomas. Los hombres del obispo in­tentaron disimular sus actos y, con excusas pendejas corrieron al mendigo quien malició el acto perverso. En la curia iluminada pudo observar al obispo haciendo señas para que sus lacayos volvieran. El chofer concluyó que la dosis del veneno no había sido la suficiente y sugirió esparcir una nueva cantidad de maíz sobre la plaza. El viejo obispo se opuso, sabía que en pocas horas amanecería. Si el veneno hiciera efecto, no habría tiempo para recoger las palomas muertas. Así, acordaron entonces agregar más ve­neno al maíz para repetir la operación la noche siguiente.
En la plaza, muy temprano, co­menzaba a gestarse una manifestación que quería llamar la atención de los congresistas, antes de que éstos ingre­saran en el ayuntamiento.  En la parte principal de la plaza, los comerciantes del sector desplegaron pancartas en las que exigían fueran expulsados del sector los indigentes que recogían des­perdicios en las basuras. Por su parte, los indigentes elaboraron en cartones viejos sus propias pancartas donde exigían que se les llamara recicladores y se les diera la debida importancia como miembros útiles de la sociedad. Los comerciantes vociferaban, les acu­saban de incrementar la delincuencia y espantar la clientela.
Reporteros y camarógrafos de los noticieros se hicieron presentes y al arribo del presidente de la cámara, se armó tremenda algarabía que hizo sobrecoger a las aves, que alzaron el vuelo.
 No fue mucho lo que avanzaron. El efecto del veneno obró de manera fulminante y éstas comenzaron a caer sobre los manifestantes en la plaza. Los indigentes las cogían por montones como si fueran maná caído del cielo.
Algunos comerciantes, trataban de esquivar aquellos proyectiles em­plumados, sin entender qué estaba ocurriendo, en tanto los camarógrafos perplejos hacían tomas, para grabar los hechos. De repente, avistaron un indi­gente que a voz en cuello alertaba a sus camaradas para que no cogieran más palomas. Aseguró; habían sido enve­nenadas por orden del obispo. Las cámaras tomaron su declaración que fue transmitida en directo por los ca­nales de T.V. así, antes de las diez de la mañana, las únicas pancartas en la plaza eran las de un grupo ecologista que responsabilizaba de la matanza al obispo.
Pero todo eso quedó un lustro atrás en el tiempo. Su sucesor se en­frentaba con el mismo problema de las palomas y en su dilema, no estaba dispuesto a cometer los mismos erro­res del anciano clérigo, quien le lla­maba el primer día de cada mes, para recordarle su sagrado deber de preser­var las construcciones y monumentos históricos restaurados. El nuevo obispo sabía que las aves habían escapado al exterminio por error de apreciación; descendían de algunas parvadas que dormían lejos del sector histórico, hecho que no se tuvo en consideración,
eso le indicó que debía dar el maíz preparado antes que se alejaran de laplaza, así el efecto tardío del veneno, obraría cuando descansaran en sus lugares de retiro. De otro lado, la opi­nión pública era una espada de doble filo que debía ser enfundada. Hizo arreglos para un sermón extra oficial, prepararía a los feligreses para que tomaran las cosas de una manera natu­ral. El escándalo no tenía cabida en sus proyectos, para ello requería un ex­perto en el control natural de plagas. Consultó el directorio telefónico donde consiguió los datos de un cetrero.
El hombre llegó a la curia con cinco jaulas especiales para el trans­porte de una enorme águila de páramo, dos lechuzas con sus polluelos y un jaguarondí.
Con mucho sigilo, los animales fueron depositados por los hombres del obispo en las mazmorras subterrá­neas de la iglesia. El plan fue expuesto de una manera sencilla por el cetrero. La primera parte de la estrategia con­sistía en colocar el nido con los ham­brientos polluelos en lo alto del cam­panario, así las rapaces se verían obli­gadas a cazar todas las noches para saciar el hambre de sus críos. Las gen­tes se acostumbrarían a su presencia nocturna sin intervenir su nuevo hábitat, pues serían protegidos por la
ley y cualquier asociación defensora de animales las tomaría como depredador natural de las palomas. El segundo paso era practicar la cetrería nocturna con el águila, única en todo Cunturpic­chumarca, adiestrada para estos fines. El último paso y quizá el más impor­tante, consistía en dejar merodear el gatito por las cornisas y altas fachadas del vecindario. El entrenador aseguró que el minino era en verdad una bestia sedienta de sangre que acabaría con los pichones y los huevos de cualquier palomar; debía vérsele como un te­rrorífico puma en versión de bolsillo.
Esa misma noche de un sábado cualquiera, los animales se saciaron con las presas atrapadas, así se eviden­ciaba el éxito por alcanzar. A la ma­ñana siguiente el obispo continuó con la siguiente parte. Los feligreses se disponían a la acostumbrada misa de domingo, pero el excelentísimo los sorprendió, tras una breve oración de apertura pasó a su alocución. Se re­montó a un antiquísimo relato de ori­gen Asirio, el mito de Nino, fundador de la bíblica ciudad de Nínive y de su esposa Semiramis. De manera contun­dente aseguró “Nino, no es otro que el mismo Nemrod, mencionado en las Sagrada Escrituras como enemigo de Dios y primer rey de la humanidad después del diluvio. Sus hechos inicuos dieron origen a una serie de creencias paganas que opacaron la gloria del Señor y su santa madre; Semiramis se hizo con el poder a la muerte de Nino y consiguió que su difunto fuera adorado como un dios poderoso en todo el im­perio. Esta perversa mujer fue la que más daño legó al seno de la amada iglesia,  una paloma la simbolizó cuando fue deificada por los antiguos paganos.
 Milenios después, en Éfeso, una variante de esa diosa falsa llamada Artemis fue adorada por paganos que la simbolizaron con palomas, estos infieles se hicieron cristianos forzados por la propagación de la fe en el impe­rio romano e influenciaron con su idolatría el culto de La Santísima Vir­gen María. De allí nacería la santa cre­encia que las blancas e inmaculadas palomas simbolizan la pureza de la Virgen. Sin embargo, fueron sustitui­das por las pigmentadas e impuras aves de Artemis. Aquellas simbolizan a una diosa guerrera, sanguinaria, luju­riosa. Su presencia es idolatría que contrasta con las blancas y puras pa­lomas marianas ¿Quién entre ustedes quisiera hacerse idólatra?”, preguntó el alto prelado en tono desafiante a su rebaño. Por la expresión de estupor en los rostros, hubo de conseguir su co­metido, enfatizó cómo la santa iglesia advierte: la verdadera paz está simbo­lizada por una blanca paloma, las de plumas pigmentadas son portadoras de enfermedades y suciedad. Al igual que las ratas, proliferan como plaga.
Ahora, tocados en su vena reli­giosa, asentían extasiados en  las pala­bras del orador.  Una orden no impar­tida, se hizo evidente al concluir con la frase “Podéis ir en paz”.
Como cualquier vendedor de con­fites que espera tener la venta de su vida, el sacristán y el chofer se encon­traban a las puertas de la iglesia repar­tiendo maíz envenenado en bolsas con un rotulo que decía, “por la conserva­ción del patrimonio histórico, una ca­tedral sin plagas”.
El obispo corrió hacia la plaza. Comprendió que la cacería de la noche anterior no había hecho gran mella a las parvadas. De todas formas, ahora sí quedaría resuelto el problema, solo que debían esforzarse primero en atra­par vivas las palomas blancas, éstas no eran el objetivo, al final solo se atrapó una docena en medio de centenares de miles de palomas pigmentadas.
 Los barrenderos limpiaron de cadáveres y desperdicios todo el sector. Hacia el medio día un trabajador daba los últimos brochazos de una resina especial al mármol blanco con que estaba hecha la estatua del Libertador, situada en medio de la plaza. El obispo pudo prever que de todas maneras, las palomas blancas con el tiempo prolife­rarían, pero si aplicaban la resina es­pecial, las deyecciones escurrirían sobre la película, así no habría dete­rioro de los monumentos. Observó el nuevo y pulcro panorama de la plaza en compañía del cetrero.
 Decidieron soltar las opalinas palomas cautivas, que de inmediato se posaron en la blanca estatua en medio de la plaza, dando un toque de sublime castidad al entorno. En ese momento se unió a ellos el viejo obispo, no quería morir sin respirar el aire libre de impurezas de la plaza principal, pero lo que en realidad hizo fue pre­guntar  la razón de  que hubiera palo­mas blancas en medio de la plaza. Su excelencia explicó detalladamente el motivo por el cual no fueron extermi­nadas, sin embargo el vejete fue ta­jante, le recriminó el que un hombre de ciencia, un historiador y clérigo tan serio como él, se apegara al totemismo de los paganos.  María es tan pura y casta, que no necesita de un símbolo animal que la represente.  Así mismo le recordó: una paloma es una paloma, ni más ni menos.
Con el ánimo derrotado y la evi­dencia tan racional del anciano, el obispo elevó suavemente su mano, alcanzando la altura de sus hombros, trocó los dedos dando una señal al cetrero. Éste ingresó a la iglesia, al instante salió con el águila posada so­bre el guante de protección, quitó la cobertura de los ojos del animal y la lanzó hacia el centro de la plaza. El tintineo de los cascabeles atados a sus zarpas alertaron a las palomas, quienes instintivamente reconocieron la mortal silueta sobre ellas. Camuflaron con una inclinación de su cuerpo sus patas rosadas y cerraron los ojos para escon­der las negras pupilas, así lograron mimetizarse escrupulosamente  en la blanca estatua.  El águila revoloteó varias veces, más no pudo detectarlas. El entrenador hizo sonar el silbato que le ordenaba regresar, pero un tanto desorientada, el águila fue a parar en el rostro del excelentísimo anciano. El cascabeleo fue opacado por un grito de dolor que petrificó de horror a quienes ocasionalmente cruzaban tras las cin­tas que impedían el acceso a la plaza.
La acústica creada por las anti­guas edificaciones que encerraban la plaza, hicieron del silbato una apo­calíptica trompeta. El cetrero incrédulo ante la terrible realidad, aún tenía su brazo extendido con un trozo de carne en la punta del guante; la recompensa del ave. La angustiosa zozobra le había inmovilizado hasta el habla. Los vi­brantes alaridos del primado, que po­seído por la desesperación, trataba de zafarse del ave, ponían una nota de dolor y terror tan penetrantes que hubieran hecho añicos la hierática pose de la estatua. El cetrero comenzó una frenética carrera hacía los tran­seúntes, suplicaba auxilio. Enloquecido voceaba por un médico, pero estos temerosos de lo que habían presen­ciado, retrocedían. Alguien rompió la masa de espectadores que le impedía ingresar en la plaza, era un médico ofreciéndose a ayudar.
El águila, finalmente quitó sus ga­rras de la faz clerical y asidos los ojos se elevó a lo alto de la alcaldía, donde comenzó a engullirlos. Presurosos, médico y cetrero fueron hacia el in­fortunado anciano que exhalaba el último aliento de su agonía. Una mez­cla de hondo sollozo con un rezo en latín por el descanso de su alma salía del alto jerarca y hacía eco en las an­gustiadas almas del sacristán y el cho­fer. El médico hizo una rápida aprecia­ción del cadáver, el cual cubrió con su propia bata para evitar que los tran­seúntes fisgonearan el estado de las heridas. Luego para sosegar a los feli­greses, se extendió en explicaciones y aseguro una y otra vez que el deceso no ocurrió por las heridas en el rostro, sino que la muerte del viejo clérigo se debía a un fulminante paro cardiorres­piratorio.


[1] Cunturpichumarca el país de los cóndores y las cumbres, la actual Cundinamarca. Del Aymara y el Quichua kuntur: cóndor, picchu: cima, cumbre y marka: región, país.

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