Por Juan Esteban Bassagaisteiguy
Javier tendrá una segunda oportunidad para corregir su destino. ¿La aprovechará?

EL SOL ARDÍA, QUEMABA las entrañas de la Tierra. Sen­tado en un sucio banco de la plaza, Javier miraba el cielo; un ci­garrillo se consumía poco a poco entre sus dedos.
«... Y la Muerte apareció como no queriendo...»
Estaba cansado de los clasifica­dos, las entrevistas que nunca llegaban a nada, la falta de experiencia laboral; «haga el favor de esperarnos, nosotros nos comunicaremos con usted», y siempre lo mismo: la ausencia de res­puesta. Dolía.
Se odiaba, como odiaba al uni­verso. Por qué tuvo que traer un hijo al mundo; no lo sabía. El atado de puchos llegaba a su fin; hacía tiempo había pro­metido que dejaría el vicio pero no podía, no pudo ni siquiera con la lle­gada del bebé. La incertidumbre sobre un futuro demasiado hostil pe­saba sobre sus hombros.
Conocía todas las calles de la ciu­dad y ya no le quedaban puertas por golpear (¿y las del Cielo?).
«... Naturalmente, ella iba vestida de negro...»

En otro banco de la plaza dos amantes jugaban a encontrarse. Los envidiaba un poco. ¿Cuánto hacía que había estado en ese mismo banco? Milenios, quizás. Su mujer, la que él había soñado suya para toda la vida, ya no le pertenecía ni a él ni al resto del planeta. Los trastornos comenzaron con la noticia del embarazo. Javier tomó todo con inmensa alegría. A dife­rencia de Pía, para quien cada pequeña cosa se parecía a los sufrimientos de las almas en pena. El estado de enaje­nación de su esposa fue en aumento día tras día, sin que los médicos sabe­lotodo le encontraran solución. El punto máximo de locura, el día en que nació Blanquita. Pía jamás la reconoció como hija suya ni volvió a hablar desde el momento del parto; seguía haciendo las tareas de la casa, pero no le dirigía la palabra a nadie. La niña fue ali­mentada por la Abuela Pepa, la madre de Javier. Y a dos meses del naci­miento ocurrió el suceso del supermer­cado.
«... Tenía ojos rojos de fuego y una determinación en su semblante capaz de mover montañas...»
Javier trabajaba desde los quince años como cajero en uno de los hiper­mercados más grandes de Capital Fe­deral. Jamás un problema, jamás una queja sobre algo o sobre alguien; siem­pre era de los primeros en llegar, y ayudaba a los demás cajeros cuando no podían encontrar diferencias numéri­cas de todo un día de labor.
Mas todo terminó un lunes fatí­dico. Cuando llegó lo estaban espe­rando el gerente de la sucursal y el tesorero: faltaban diez mil pesos en su caja, y no pudo explicar por qué. Al­guien había robado usando su buen nombre. Inmediatamente el despido, sin opción a réplica de ninguna clase. ¿Es necesario contar que nunca se supo el nombre del autor del robo?
«... Se acercaba más y más; no caminaba, más bien flotaba en el aire. Esquivando ocasionales transeúntes llegó hasta Javier: no llevaba azada...»
Sabía, sentía que los lamentos no tenían que tener lugar en su corazón, que debía luchar contra la adversidad hasta ganarle a la vida, pero sus fuer­zas se habían acabado. ¡Basta de esta vida de mierda! Ya no existían lágri­mas para derramar; la fuente interior de las alegrías y tristezas se había se­cado y parecía un desierto blanco de sal.
Entonces, los ojos de Javier se cruzaron con los de la Muerte y fue ahí cuando se juraron amor infinito, que es lo único que cura todos los males. Y lo que era una salida demasiado fácil de todo aquello, se transformó en la única realidad: suicidio.
Lo que sucedió en los treinta se­gundos siguientes no tiene explicación bajo las reglas de la lógica, la razón y las matemáticas, ciencias que nos do­minan; pero ocurrió, lo afirmo.
La gente que en ese momento cir­culaba por la plaza solo percibió a un joven desganado, de hombros gachos, que caminaba arrastrando los pies hacia la avenida; alguno más perspicaz habrá divisado lágrimas que corrían por una de sus mejillas. Nadie vio el eclipse total de sol que sobrevino en forma repentina ni a la dama comple­tamente vestida de negro que iba to­mada del brazo del joven. Carcajadas despóticas salían de los labios de la Muerte pero solo Javier las escuchaba.
Llegó al cordón de la vereda y es­peró. ¡¡Ya llegaba, ya llegaba!! Y cuando el colectivo de la línea 60 es­taba a un metro de él y acercándose a ochenta kilómetros por hora dio un paso al frente, un solo paso.
El tiempo se detuvo un microse­gundo antes de la colisión. El día se volvió noche cerrada y un relámpago fulgurante dividió el cielo en dos. Ja­vier vio a su alrededor como toda la ciudad se inmovilizó, incluso pudo observar el rostro desencajado del chofer del ómnibus que estaba a punto de atropellarlo. Fue entonces cuando apareció en escena un pequeño hom­brecito que cruzaba desprevenido la avenida; representaba más de setenta años, e iba vestido a la usanza de los años treinta. Llevaba aferrado a su mano derecha un enorme reloj de casi un metro de circunferencia marcando la hora exacta del día, pero una espada de fuego impedía avanzar al minutero. Mirando a la Muerte fijamente, la con­virtió con un chasquido de sus dedos en una estatua de arena.
—¿Quién sos? —inquirió temeroso Javier.
—Soy el Arcángel Rafael, guardián del Tiempo y guerrero de Dios —res­pondió el viejito.
—No tenés pinta de Arcángel.
—Y vos no sos el Javier de hace seis meses —sonrió el anciano.
—¿Cómo sabés quien soy?
—Dios lo sabe todo —filosofó el diminuto Arcángel.
—¿Y qué querés? No me digas que no me vas a dejar morir porque no doy más en este mundo de mierda —so­llozó el joven.
—Como cualquier guerrero vengo a desafiarte; pero no en una lucha mano a mano, sino que es tu desafío personal. Dios no controla tu voluntad, te deja que seas vos y que construyas tu destino.
—No te entiendo —dijo Javier.
—Todos los suicidas como vos tie­nen su oportunidad —explicó el Arcán­gel—. La mayoría de ellos no tiene personalidad como para vencerse a sí mismo y empezar a luchar contra la vida.
—¿Y?
—Este reloj es el Reloj de Dios y la espada de fuego es mía. Tu desafío es este: deberás quitar la espada del Reloj y dejar que el tiempo prosiga, que todo vuelva a la normalidad —señaló el vie­jito articulando cada palabra—. La elección del lugar físico en donde hacerlo es tuya: aquí frente al ómni­bus, o luego de cruzar la avenida, o donde vos quieras. Como ves, el ca­mino se bifurca en dos sendas, sin mucha opción. El reto está planteado y espero tu resolución final.
—¿Y no puedo dejar de lado todo esto? —protestó el joven.
—Ni en la Tierra, ni en el Cielo hay lugar para los cobardes —sonrió enigmáticamente el Arcángel en­frentándolo con la terrible oscuridad de la incertidumbre.
Javier tomó entonces su decisión y el viejo que se hacía llamar «Arcángel Rafael» desapareció por el horizonte, llevando en la diestra el Reloj de Dios y en la siniestra una espada de fuego casi tan grande como él.

Domingo de verano. 15:00 horas. Cuatro abuelos juegan al truco cómo­damente instalados en el centro de una de las parrillas del Club de Bancarios de Capital Federal. Todos jubilados del Banco Nación. Las protestas del clásico juego argentino y los ademanes de «¡¡¡Qué culo!!!» van dirigidos hacia uno de ellos, cuyo último cargo ha sido el de Gerente de Finanzas de Casa Matriz. Como jugando a las cartas, la suerte lo acompañó toda la vida.
Hace sesenta años, su entonces joven mujer (hoy ya fallecida) curó milagrosamente de una misteriosa enfermedad psíquica. Su única hija le dio cinco nietos, todos emprendedores como él. Ingresó en el Banco Nación como simple cadete, después de in­tentar sin éxito conseguir trabajo en más de cien lugares. Y llegó a ocupar el cargo de Gerente de Finanzas. La vida fue dura con él pero la derrotó una y otra vez. Y todavía sigue imbatible jugando al truco.
...Y la Muerte apareció como no queriendo. Naturalmente, ella iba vestida de negro. Pero no tenía ojos rojos de fuego sino ojos claros como la bondad; aunque no había perdido la determinación en su semblante capaz de mover montañas.»
«Se acercaba más y más; no ca­minaba, más bien flotaba en el aire. Esquivando ocasionales transeúntes, llegó hasta él: no llevaba azada...»
 Nadie la ve, solo aquel hombre, y una sonrisa se le instala en el rostro reflejando la no tan inesperada sor­presa de semejante visita.
—Seguís teniendo las mismas ca­deras —dice Javier, incisivo.
—Pero vos perdiste todo el pelo —responde sonriente la Muerte, son­rojándose.
A lo lejos, un pequeño hombrecito todo vestido de gris ríe satisfecho, sosteniendo en una mano un enorme reloj y empuñando en la otra una es­pada de fuego que no le quema los dedos.

Ilustración: Nicolás Gómez Sánchez


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