Por Omar Gómez Jaramillo
Una mujer presenciará la función más horrorosa de su vida.

LOS PRIMEROS PASOS del hombre vestido de bufón sobre el tablado retumba­ron por todo el teatro como ecos desespe­rantes que pre­tendían abrir boquero­nes en todas las pare­des. Encendió las dos antor­chas que llevaba consigo y las puso a am­bos lados del escenario, a siete metros una de la otra. Durante un lapso muy corto es­tuvo observando taciturna­mente las sillas que alguna vez estuvie­ron repletas de un público que pedía entretenimiento de buena calidad, al estilo del prolífico Mo­liéré, y que ahora emanaban un aire muy vago de profunda nostalgia; el hombre vestido de bufón dio la espalda a la silletería y empezó a tocar su triste violín, hiriendo a la atmósfera del lugar con sus suaves melodías.
Mientras tanto, afuera, el firma­mento se cubría en la espesa capa oscura que invocaba con su pesada esen­cia a los más inusitados relámpa­gos.
Aún podían escu­charse los gri­tos de las personas que huían de todo y de todos hacia ningún lugar, implo­rando piedad a un Dios que, muy segura­mente, se había cansado de la necedad del instinto humano. El hombre ves­tido de bufón conti­nuaba con su do­liente melopeya etérea, que jugaba a ca­muflarse en­tre la débil ventisca que lo­graba co­larse entre los alfeizares de las ven­tanas.
Una leve gesticulación de melan­colía se dibujaba entre la to­nalidad blanquecina de sus mejillas y las oscu­ras manchas de pintura ne­gra que bor­deaban sus ojos; sobre los pómulos se esbozaba una del­gada línea negra que se asemejaban a gruesas lágrimas que durante mu­chos años se habían resis­tido a salir. Y efecti­vamente era esa sensación de frialdad la que aho­gaba constante­mente su pecho. Nada podía perci­bir. Sus intrínsecos sen­timientos se habían esfumado de su co­razón sin explicación alguna, al igual que el humo deja a la hoguera, sin dejar ras­tro de cualquier cosa que se pare­ciera al amor. ¡Cuánto daba en ese instante el patético hombre vestido de bufón por poder sentir algo que dejara de ser fatuo e incomprensible a su ya desor­denada con­ciencia!
Una hora hubo pasado. El hom­bre vestido de bufón tocaba sin cesar el violín que desgarraba del aire la poca naturali­dad humana que conti­nuaba con vida. Ni la intermitencia repetitiva de los fusilazos del cielo lograba acallar la concatenación de las tenues melodías que se des­prendían de las cuerdas del pequeño instrumento de madera, del mismo modo en que el polen se desprende de las rosas. De pronto, las puertas del teatro se abrie­ron. Aún mientras seguía tocando, el hombre vestido de bufón pudo escu­char los deli­cados pasos de una mujer que poco a poco se acercaba al esce­nario.
Era ella una mujer en realidad muy bella.  La hipnótica gracia de su rostro pálido y suave, y la hermosura de sus glaucos ojillos de ninfa, la hacían digna de ser elogiada en infini­dad de sonetos pe­trarquistas. Cubría, bajo su grueso abrigo, la esbeltez con que la naturaleza le hubo bendecido; caminaba lenta­mente, mien­tras obser­vaba al pe­queño y enjuto hom­bre ves­tido de bufón, que ante nada de­tenía su ab­surdo conciertillo.
La bella dama se ubicó en una de las sillas de la parte central, ni muy lejos ni muy cerca del escenario. Mi­raba con te­mor hacia los enormes ventanales, teme­rosa ante la idea de pensar en que tal vez la muerte la hallara en ese lugar, pero al mismo tiempo, resignada al horrible des­tino que le esperaba. Intentaba mitigar inútilmente su temor, admirando las enormes columnas que le daban al teatro esa similitud estética con el Partenón de Atenas.

El hombre vestido de bufón hizo una breve pausa en su conciertillo. Luego, como si quisiera recordar a la humanidad las cosas tan hermosas que pudo llegar a crear sin necesidad de destruirse a sí misma, tocó du­rante cuarenta y cinco minutos una serie completa de conciertos de Niccolo Paganini, del mismo modo en que éste erudito músico italiano lo hacía. Pero su intención iba más allá de querer rememorar al violi­nista. Intentaba invocar con su violín aunque fuera un poco de la alegría de la que tanto hablaban las uto­pías humanas. ¿Qué era aquello por lo cual muchos decían que valía la pena continuar con su ab­surda existencia en el mundo? ¿En qué se refugiaban las perso­nas cuando el dolor sobre­cogía con fuerza a todo su espíritu, aún sabiendo que ese dolor tuvo su origen en el ins­tinto animal que du­rante años negaron usar? ¿Qué razo­nes tendría el Dios que los creó para perdonar a quienes jamás tuvie­ron la valentía suficiente para perdo­nar?
Ante estas confusiones era impo­sible que el hombre vestido de bufón pudiese encontrar en su frío corazón aquello que, en teoría, de­volviera al mundo lo que aún podía salvarlo.
Los desgarradores gritos de las per­sonas aumentaban con el lento transcurrir de los minutos. La agonía de los que iban muriendo lenta­mente en las aceras, en sus casas, en sus au­tos, se asemejaban a la per­cepción más grande que cualquiera pudiera tener del infierno.
El hombre vestido de bufón de­tuvo la música. Dio media vuelta y dirigió su mirada hacia la de aquella mujer que a cada segundo percibía el fin de su exis­tencia. Luego, de un modo involuntario,  una leve sonrisa se escapaba de los labios del músico. La mujer comprendió de lo que se trataba, y se preparó para el mo­mento final.
Bajo la puerta y entre los bordes de las ventanas, se colaba tímida­mente una especie de humareda roja que rápida­mente se esparció por todo el teatro. La mujer contempló por última vez el rostro neutral del hombre ves­tido de bufón, mientras una fuerte convulsión, acompa­ñada de un flujo incontrolable de sangre que brotaba de los ojos y de la boca se apoderaba de ella. Murió después de una agonía que duro lo que una hoja cayendo de un árbol.
El oscuro teatro, al igual que las ca­lles, se había cubierto de una nubo­sidad rojiza que mataba a todo ser viviente que encontrase. Y seguía avanzando. Después de esto, la Muerte, disfrazada de hombre ves­tido de bufón, apagó las antorchas y se diri­gió a otra parte del mundo para tocar con su violín, ante los pocos humanos que aún quedaban con vida, la Danza de la Muerte Roja.


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