Por George Valencia

¿Hasta dónde puede llegar el ser humano al sucumbir a la pasión por su amada?

EN LA CHIMENEA, un madero es­talló con un chisporroteo y las llamas se avivaron por un momento, ilumi­nando un poco más la habitación en penumbras. Las sombras bailaron so­bre la piel trigueña de la mujer, acos­tada desnuda en la cama. Sensual, pro­vocadora, dispuesta.
Esteban ahogó un suspiro y se acercó lentamente a la cama, nervioso como si fuese su primera vez, su miembro aún laxo… aunque no por mucho tiempo, no. No con una mujer tan hermosa esperándolo con esa pose de diosa. Era tan hermosa… que a ve­ces sentía que le dolía el corazón solo con mirarla.
Sonrió con timidez, y la mujer le devolvió la sonrisa.
Ver los carnosos labios y la denta­dura perfecta regalándole aquella  pre­ciosa y sincera sonrisa de la que se había enamorado, le infundió con­fianza. Subió a la cama y gateó acercándose a ella. Con el primer tacto en las piernas desnudas, Esteban sintió un ramalazo de excitación que se ex­tendió por todas sus terminaciones nerviosas hasta llegar a su pene, que se puso en movimiento.
Recorrió las largas piernas de la mujer, subiendo desde sus tobillos, pasando por las rodillas y los muslos, y llegando hasta sus generosos senos, ignorando de momento el rasurado pubis. El cálido pecho se acomodó perfectamente entre su mano, como si hubiese sido hecho para las pulidas manos de Esteban, que siempre se había sentido orgulloso cuando le de­cían que tenía manos de dibujante.
Pasó su pierna derecha sobre el cuerpo de la mujer, su doncella, su reina, y se inclinó acostándose cuida­dosamente sobre ella, sintiendo su calidez, su dulce tibieza. Apuntalado sobre su codo izquierdo para no des­cargarle un excesivo peso, acarició con su mano derecha el cabello ondulado y oscuro… oscuro en medio de la pe­numbra, pero con un tono rojizo cuando se veía a contraluz, como había podido observar en innumerables oca­siones.
Mesó el frondoso cabello mientras la observaba con ojos colmados de ternura, de alegría, de amor. Deslizó sus dedos por las mejillas con delica­deza, acarició su frente, su pulida na­riz, sus labios, y luego llevó los suyos propios allí, colmándolos con un beso lleno de pasión y entrega.
Ella le devolvió el beso con igual intensidad, pasó los brazos por su es­palda y le atrajo hacia sí.
—Te amo, Bella —susurró él en su oído.
—Y yo a ti —respondió Bella—. Yo a ti.
—¿Quieres algo en especial el día de hoy? —preguntó él con un tono no exento de picardía.
Ella sonrió y dijo:
—Lo que tú quieras.
Él sonrió a su vez y comenzó a re­troceder, besando su cuello, sus senos, su vientre, pensando que lo que él quería siempre era y seguiría siendo lo que ella misma desease, lo que a ella le complaciera. Su gozo, su plenitud, su placer, eran su propia satisfacción.
Descendió hasta su pubis y le abrió amablemente las piernas a punta de besos, en sus rodillas, en sus mus­los, en sus ingles, demorando el mo­mento de besar su sexo. Bella gimió, y él dilató aún más ese instante, reco­rriendo lentamente con sus labios la tersa piel.
Su miembro estaba ya por com­pleto erecto, preparado…
Bella gimió de nuevo, y él besó fi­nalmente los suaves labios de su sexo, con lenta voluptuosidad, como si estu­viese besando su boca. Recorrió con su lengua los pliegues húmedos y excita­dos. Descendió, y subió con su lengua penetrando en la cálida abertura hasta rozar el clítoris. Se detuvo allí y co­menzó a mecerse, girando su lengua en espirales hasta provocar un estreme­cimiento en Bella que la recorrió de pies a cabeza.
Aceleró un poco y descendió de nuevo, ora besando, ora explorando con su lengua cada pequeño recodo.
Bella llegó casi hasta la cima de su éxtasis, solo casi, y entonces lo detuvo, llamándolo con una suave caricia en su barbilla. Él se incorporó a medias, y ella extendió su brazo y tomó el miem­bro erecto de Esteban con su mano, acariciándolo tiernamente, masajeán­dolo, halándolo, atrayéndolo hacia ella. Él reprimió un escalofrío al sentir el cosquilleo y lánguidamente se aco­modó entre las piernas de Bella, dejándose guiar. Los sexos se tocaron y ambos sintieron el éxtasis recorrién­dolos como una llama ardiente.
Entonces la penetró, con suavi­dad, poco a poco, y el calor interno de Bella lo recibió con un acogedor y tibio cobijo. Bella se estremeció y, ahora hechos uno solo, un único ser, la energía contenida lo envolvió también a él, rodeándolo, hasta volver de nuevo a ella cuando él entró a más profundi­dad.
Se acercaron aún más, se abraza­ron, se fundieron en medio del suave balanceo. Esteban entraba y salía de ella con lentitud, y Bella lo recibía en una apacible cadencia. Cada átomo de ese único ser vibraba de excitación a medida que la cima del orgasmo de­jaba ver su pico en ese horizonte de placer. Él le susurraba al oído tiernas palabras de amor y ella las devolvía con un sonido apenas perceptible.
Cuando Esteban se sintió casi a punto, se retuvo, realizando paulatinos cambios en su posición, en el ritmo de sus movimientos, pensando solo en ella, en sus sensaciones, en su satisfac­ción, esperando el momento de dejarse llevar por completo.
No pasó mucho tiempo, cuando Bella suspiró y se movió de aquella forma tan imperceptible, aquella que Esteban conocía tan bien, aquella ma­nera tan suya de demostrar que llegaba el momento. Y entonces él se dejó lle­var, y mutuamente se condujeron por esa montaña de éxtasis, abrazados, unidos, fundidos en un solo ser atibo­rrado de amor y placer a partes iguales.
Llegaron juntos al orgasmo, con apenas centésimas de segundo de dife­rencia, y esos segundos siguientes se hicieron cortos, pero a la vez se exten­dieron por una eternidad, hasta más allá del infinito, y entonces fueron uno con el universo…
Cuando poco a poco fueron regre­sando a la realidad, el mutuo abrazo, lejos de deshacerse, se tornó aún más firme, como dos náufragos que se aga­rran el uno al otro, no tanto para sal­varse a sí mismos, sino para velar por el bienestar del otro.
—Te amo —dijo Bella.
—Yo a ti más, mi reina —dijo él.
Y entonces todo a su alrededor bailó, como si la realidad quisiera des­prenderse de sí misma, todo centelleó, se difuminó… y se hizo la oscuridad.
Esteban soltó un juramento, se incorporó y llevado por la emoción del momento, de ese instante perdido, no pudo evitar llorar, aún vulnerable y sensible como se hallaba.
Se irguió, se quitó el casco y arrancó airado los sensores conectados en su pecho, sienes, brazos y en la parte posterior de la cabeza, justo so­bre su nuca. Los arrojó lejos en medio de la habitación a oscuras y se sentó en el abollonado sillón anatómico. Agachó la cabeza y lloró con más fuerza, llevándose las manos al rostro.
Aparte del hecho de que los cortes de energía se habían vuelto cada vez más frecuentes, y que no era la pri­mera vez que la corriente se inte­rrumpía apagando el generador de realidad, no dejaba de ser demoledor encontrarse nuevamente solo, devas­tado, triste, sin ella.
Trató de controlarse, respirando profundo y a intervalos regulares, y cuando regresó la luz, Esteban se hallaba ya bastante tranquilo, sose­gado.
El programa se reinició automáti­camente y el monitor ubicado a la de­recha del sillón se iluminó con un bri­llante fulgor. Esteban lo observó, llevó sus dedos a la pantalla táctil y examinó distraído el listado de opciones del programa.
Había un total de casi diez mil elecciones diferentes. Con una sola orden, el programa de generador de realidad podía “concertarle una cita” con la mujer que quisiera, desde mo­delos, cantantes y actrices famosas, hasta deportistas o empresarias de renombre. “La que tú quieras”, anun­ciaba el eslogan en la parte superior derecha de la pantalla, pero él solo quería a una, aquella que su amigo, programador sénior de Real-Genera­tor, le había incluido en el programa basándose en los recuerdos que la máquina había extraído de su memo­ria.
Tenía casi diez mil opciones en el programa, además de las mujeres de carne y hueso que salían con él, atraí­das por su personalidad franca y sin­cera, pero sobre todo por su acauda­lada fortuna.
Aun así, él solo quería a Bella, ahora lejos, separada de él por los de­signios del destino. Sabía que todavía lo amaba tanto como él a ella, y, opti­mista como era, estaba convencido de que el mismo destino que los había alejado se encargaría de volverlos a unir. Esteban pensaba que dos perso­nas que se amaban con tanta intensi­dad y entrega no podían estar separa­das.
Solo era cuestión de tiempo para volver a estar con ella, estaba seguro.
Mientras tanto, seguiría espe­rando, amándola en secreto, añorán­dola en su corazón, anhelándola con todas sus fuerzas, y haciéndole el amor en sus sueños más vivaces…
El amor de su vida, siempre ella.
Bella.

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